A fines del ochenta en Paris, mientras estudiaba, se conmemoraban dos acontecimientos muy importantes: Los cien años de la Torre Eiffel y los doscientos años de la revolución Francesa, con espectáculos que duraron casi todo el año y de un nivel jamás antes visto, por lo menos por mis ojos de provinciano.
En Versailles por ejemplo, se recreo la vida de los reyes. Pude ver a Maria Antonieta y su marido, el rey de Francia en plena pompa, con la corte y sirvientes caminando con paso maricueca por los jardines de palacio; La revuelta del pueblo en la plaza de la Bastilla y la inauguración de monumentos nuevos con harto cuete, rayo láser, luces y cantos. Para entonces, Sergio Ortega, el chileno, el mismo de la UP, que es considerado en Francia como uno de los más grandes compositores modernos y que tiene, la no despreciable fama, de haber compuesto más obras sobre la revolución francesa que ningún otro músico galo, preparaba una ópera para las celebraciones bicentenarias.
Mi prima Nilza, quien se encontraba realizando estudios superiores de música allá, me invito a participar del coro de esta magna obra. Fui un par de veces, pero deserte pues mi visión cuma no me permitía para entonces, comprender en lo que me estaba involucrando. Cuando finalmente asistí a la presentación, como público, caí en mi error. Entre en un éxtasis total ante la magnificencia del espectáculo que estaba frente a mí y aun me pesa no haber participado en esa obra fantástica, alucinante, con un despliegue técnico y artístico que no he visto jamás en alguna presentación por estos lados del mundo. Ese privilegio que sólo pocos tuvimos la suerte de ver, me acompaña hasta hoy, cuando recuerdo cada uno de las arias de la obra y sobre todo cuando conmemoro el genio del señor Ortega.
Esta especie de éxtasis en el que suelo caer frente a la maravilla de un espectáculo, una pintura, una canción o cualquier cosa bella, me ha hecho blanco de las críticas y bromas por parte de mis amigos, que consideran que me pongo “cuatico”, pues cuando veo algo bello me descontrolo, segun ellos.
A mi me pasa con la belleza, el equivalente a lo que le sucede a un hincha en el estadio, cuando su equipo favorito gana el campeonato nacional, es decir... euforia total. Por eso una vez me echaron cagando del museo de Orsay, por correrle mano a una pintura de Van Gogh. No lo pude evitar, me encandilo el relieve de su pintura, esos cúmulos de óleo que parecen salirse del formato como transformándose en realidad total. No me lo había imaginado nunca de ese modo, menos después de haberme educado viendo pinturas en las reproducciones de la revista Icarito, en ese miserable papel roneo, grisáceo de los años 70, que olía a carne fresca.
Lo mismo me paso con la escultura “El Esclavo”, de Miguel Angel, en el Louvre, con la cual tenemos una relación y un pacto inconfesable. Así, cada vez que me aparezco por allá le doy unos buenos agarrones que ambos disfrutamos en secreto.
Esta patología, tan criticada, de caer en una especie de trance, creo yo, tiene su origen en un acontecimiento artístico contradictorio y que se remonta a mi niñez en un campamento minero de la segunda región de Chile, Mantos Blancos.
En este pueblito, a varios miles de metros sobre el nivel del mar, pase gran parte de mi infancia. Esta ubicado entre cerros rodeado de cúmulos como tortas de tierra, que son el resultado de las excavaciones en la mina de cobre. Y salvo por algunas casas, los trabajadores, mucho viento y enormes cerros que duermen como dinosaurios violetas, no había nada más.
El eximio pintor chileno Ramón Vergara Grez, creador del grupo rectángulo, me dijo una vez, que la forma particular de ver las cosas, esta dictaminada por el espacio en el que a uno aprendió a ver al mundo. Según esta teoría, en la que creo, para la gente del norte, acostumbrada a ver grandes extensiones y superficies indómitas, no seria una casualidad que tener rasgos exagerados, que nos lleven a sobre dimensionar las cosas, sobre todo cuando la escala humana se desconcierta con tamañas superficies.
De algún modo, esa visión sólo busca entender lo que hay mas allá, descubrir nuevos mundos soñados y algunos tan originales que aun no podemos si quiera intuir.
En ese sentido, todo lo que yo tenia en mi infancia era pura imaginación.Hacia donde mirara siempre había lo mismo... tierra y cerros, entonces no había otro modo de subsistir sino inventando y exagerando lo que veía.
En eso mi padre era y aun lo es, un creador de sueños innato. Me educó soñando en medio de mundos fantásticos y cuando niño fui victima, junto a mis hermanos, de los cuentos más fabulosos que emanaban de su cabeza soñadora.
Dueño de una enorme contextura, deportista hasta el cansancio, mi padre jugaba fútbol y tenis todos los días, bajo los 40 grados de temperatura que hay en pleno desierto. En las mañanas nos despertaba, cuando llegaba de su trote matinal y nos explicaba que su cansancio se debía a que acababa de luchar con un enorme león en el cerro.
Después de una lucha que parecía no tener tregua, debido a que la fuerza de ambos contendores estaba equiparada, lo pudo vencer, explicaba, gracias a la inteligencia que sólo el hombre es capaz de tener. En un momento, cuando el león se abalanzo con toda su fuerza, mi padre aprovecho que este abrió el hocico y con una rapidez asombrosa tomo una decisión temeraria que le salvo la vida. Introdujo toda su mano en la boca del animal con extremo valor y evitando que lo devorara, llego hasta la cola y con fuerza de un coloso lo había dado vuelta, dejando las costillas del felino a la intemperie.
Nosotros alucinábamos con el relato de nuestro héroe y tratábamos de imaginar el resultado calamitoso en el que había quedado el malvado león.
Pocas veces habla en serio mi padre, por eso sólo cuando adulto pude comprobar que “Camarones”, la ciudad más moderna de Chile donde nació, era más bien un pequeño poblado, en el que no había edificios de 20 pisos de adobe y que la mayor fuente de ingresos de la ciudad era una mentira más de mi padre…ni el agua en polvo, ni las plantaciones de fideos existían.
En esa misma época, la de mi infancia, soñaba con algún día poder ver las maravillas que el mundo exhibía en revistas y la televisión. Lamentablemente para mi y para ese pequeño pueblo, sólo llegaban los murmullos de lo que en el mundo pasaba. Por ello mi rutina diaria era imaginarme asistiendo a estos conciertos de elite en los que podía escuchar las óperas más desgarradoras y ver las pinturas más vanguardistas. Eso hasta que un día, mi suerte pareció cambiar.
A mi pequeño pueblo arribo un circo con bombos y platillos. Una extraña y varonil voz metálica recorrió las polvorientas calles alucinando mis oídos. Las mujeres dejaron sus labores hogareñas para asomarse a las ventanas, llamadas por el bullicio, mientras los niños del lugar, corríamos extasiados detrás de la destartalada citroneta, que lucia una enorme bocina que hacia de parlante, por donde gritaba una mala grabación a los cuatro vientos, las atracciones de la carpa circense.
Un mono de las Amazonas amaestrado, capaz de realizar la piruetas más sorprendentes, un llamo altiplánico, que hacia acrobacias andinas, unos pequeños perros bailarines, payasos capaces de hacer explotar esfínteres de la risa y un numero realmente único, “La mariposa encantada”, un ser de otro mundo, capas de adivinarlo todo.
El circo se instalo en la ladera de un cerro en medio de la nada, donde el viento implacable se quedaba a jugar toda la noche. A pesar de eso, el circo desarmo sus petacas y con gran sigilo tuvo todo listo para la función de la noche. Todo el día me quede viendo, como se erigía ante mis ojos la desgastada carpa quemada por el sol, que a mi me parecía esplendida. Corrí enloquecido donde mi padre para que me llevara a ver la función que nos dejaría, seguramente, boquiabiertos por el resto de nuestras vidas , y así sucedió.
Esa noche, bien peinado y vestido elegantemente, junto a mis hermanos, mi madre y mi padre, nos sentamos en la platea del circo que cambiaria mi vida.
La carpa me pareció enorme, con el tiempo me di cuenta que era enana y que estaba bien deteriorada. La iluminación era más bien nula, sólo había una gran ampolleta blanca en el centro, que colgaba de un cable pelado, como llorando por matar a alguien de un guaracazo eléctrico. A un costado estaba el mismo parlante que anunciaba el circo en las calles, pero ahora lucia impecable sobre un mástil, por donde brotaba música marcial.
Un lleno total coronaba la noche y entre aplausos desbordantes apareció al señor corales, que curiosamente se parecía mucho al señor que vendía las entradas. Con voz ceremoniosa anuncio todas las atracciones de la noche y luego dio rienda suelta a la función.
El primer número, seguramente con el fin de dejarnos sin respiración, fue el mono del Amazonas.
Sobre una estructura de fierro, el animal delgado como brazo de negro etiope y de cola larga y peluda como rama de guiro, hacia su labor. Era mas bien fome, pero estábamos todos en silencio, era la primera vez que veía un espécimen de esos, así es que a la menor pirueta nuestras manos aplaudían a rabiar. Todo iba bien, hasta que en un movimiento torpe de su cola de guiro, se agarro del cable pelado que sostenía la ampolleta. Un estruendo, que hasta hoy puedo escuchar, nos hizo gritar con horror desmedido. El mono electrocutado hizo un movimiento extraño, puso los ojos en blanco como poseído y se fue al suelo de un porrazo ante la audiencia que se tapaba los ojos y se agarraba el pelo.
Por un momento la luz se corto, todo el mundo gritaba como en esa escena del Titanic, antes de hundirse el barco. Cuando por fin volvió la luz, unos payasos aparecieron con una camilla improvisada y se llevaron al humeante mono. El señor corales, tratando de seguir adelante con la función, anuncio una atracción magnifica, “Los perros bailarines”, pero nadie aplaudió. Aparecieron esos pobres quiltros que sin pena ni gloria se presentaron y se despidieron del público inerte, que no podía recuperarse del shock. Entonces los payasos salieron entre una ensordecedora fanfarria que lloraba desde el parlante de acero, pero todo fue en vano, nadie reía, todos queríamos llorar. Así es que en un acto desesperado por salvar la dignidad del circo se anuncio el mayor número jamás antes visto, “La mariposa encantada”.
Se trataba de una señora gorda, de cachetes pintados hasta el cansancio, que estaba acostada de guata en una especie de tarima con ruedas. Vestía aun enorme traje de terciopelo negro. En su espalda unas enormes y coloridas alas de mariposa de papel de volantín se movían, haciéndonos creer que podría volar en cualquier momento. Sobre su cabeza, una toca extrañísima figuraba como dos antenas capaces de conectarse quizá con que mundos, a fin de adivinar los secretos más secretos e inconfesables de cada uno de nosotros. Las viejas mas copuchentas del pueblo tomaron tribuna y mientras a paso lento la mariposa llegaba al centro del plató, la multitud se olvido del mono y cayo en trance ante esta fantasmal figura del mas allá.
El señor corales tomo a un tipo del publico y le pidió el carne de identidad, mientras "la mariposa encantada" aleteaba con más fuerza y cerrando los ojos cuyas pestañas furiosas y enormes se podían ver desde la distancia sin esfuerzo, parecían buscar alguna información. Luego, después de un silencio sepulcral pronuncio uno a uno los números de el carne de identidad del hombre, que aseguraba maravillado, ante los ojos del señor corales que efectivamente era así, había adivinado, todos aplaudimos a rabiar.
Después de eso, la multitud volvió a recobrar la atención, y los rostros se llenaron de expectación y alegría. Todos reaccionamos ante esta adivina multicolor, que era capaz de saber ese número tan secreto. Lamentablemente, al parecer, sus poderes estaban un poco aturdidos esa noche, por que el viento implacable de la pampa se apareció así, de repente, como por arte de magia, sin aviso previo y comenzó a mover la carpa asoleada, sin que nadie se diera cuenta, hasta que fue demasiado tarde.
En plena adivinanza de "la mariposa encantada" la carpa, que hasta la fecha había soportado los soles más quemantes y los vientos más violentos del desierto, comenzó a rasgarse desde arriba como una tela de cebolla, con una fragilidad sorprendente y con una rapidez que no permitió escapatoria. De nuevo la multitud comenzó a gritar horrorizada mientras la tela se desplomaba por los costados, algunos comenzaron a correr, mientras eran atrapados por la carpa, que se venia al suelo como velas de navío bombardeado. Mientras todos corrían, pude ver a la mariposa encantada, que se arremango el traje de terciopelo barato y rompió sin miramientos sus alas de papel en la huida, detrás de ella y como un espejismo sublime, divise el cuerpo achicharrado del mono, aun humeante, que descansaba en paz cerca del llamo altiplánico, que amarrado y absorto, estaba en otro lugar, seguramente feliz con el viento, que le trajo recuerdos de los suyos, allá en las estepas andinas.
En medio del bullicio, mientras los asistentes reclamaban, insultaban y otros reían, yo caí en una pena de la que aun no me repongo. Mis padres lo intuyeron, por eso no dijeron nada mientras caminábamos en silencio de regreso a casa, sólo me abrazaron como si fuese yo, uno más del circo, una victima de la malograda función de esa noche trágicamente ventosa.
A la mañana siguiente, todo el pueblo asistió al entierro del mono, al que depositamos flores de papel. En el desierto no hay flores, así es que se recrean con lo que se tenga a mano, revistas, papeles o plásticos. Y despedimos, después de una colecta masiva, al circo que se alejo con su carpa cortada en dos, como su dignidad y como seguramente llevaba el corazón. Lo vi perderse para siempre, por la negra línea que cruza el desierto que lleva hacia otros mundos, por donde alguna vez partí también en busca de mis sueños.
Por eso, cada vez que veo un espectáculo, ya sea en Paris, Londres, Roma, Santiago o Mantos Blancos mis ojos se maravillan, ese es mi llamado “éxtasis” del que tanto se burlan mis amigos. Puedo verme sentado en esa carpa y reconocer nuevamente a ese niño desencajado, mirando el circo derrumbarse y a la vez entender el esfuerzo del artista por lograr su hazaña. Por eso todos los creadores como Sergio Ortega, merecen una flor de papel de colores, como la que tuvo ese mono delgado, como brazo etiope en su tumba, ya que fue el primer gran artista que vi morir en el intento por llegar al nirvana de los escogidos.